LA HABILIDAD ROJA – ANA MARÍA CRESPO

Cause I can see in the dark

Placebo

A él le gusta comer tomates. Tomates grandes, fritos, cocinados, licuados, crudos, verdes, cherries, orgánicos, hidropónicos. Ha hecho de su dieta una especie de religión radical y exclusiva. Mi caso es diferente, debo atragantarme a escondidas con pizzas grasientas, sacar de entre mis calcetines gomitas con forma de ositos y camuflar entre las páginas de los libros mortadela, jamón u otro embutido en rodajas. Pero ante él, me esfuerzo en mantener esa fachada de purista roja. Es decir, soy como cualquier católico promedio. Como tía Teresa que solo va a misa cuando algún conocido muere o tía Carmen que es aficionada a las ostias y todos los jueves comulga sin confesarse. Una pecadora como cualquiera.

Comer tomates no es una tarea sencilla. Nada que exija una técnica y constancia  lo es. Ayer, por ejemplo, fue el día del puré. Se llenaba la boca con esa masa rojiza y sus cachetes se inflaban, al punto de hacerme pensar que se estaba convirtiendo en un tomate. La semana pasada fue de dieta crudívora.  Como para todo tiene un método, esta vez, se introducía en la boca tomates de tamaño mediano y escupía sobre mi cara los restos de los cálices. Esa era la parte más divertida, que su saliva sangrienta resbalara por mi rostro.  A veces no conseguía despedazarlos por completo y los restos de las cáscaras se adherían  a su garganta produciéndole una breve asfixia que lo hacía jurar que esa sería la última vez. La historia de su vesícula es un tanto penosa, no resistió el bombardeo continúo de cientos de semillas ovoides y tuvo que ser extraída antes de su estallido en una operación de último minuto. Cuando no estaba intentando practicarle una maniobra para expulsar los restos vegetales atorados en su tráquea, me la pasaba metida en la cocina buscando nuevas formas de preparación. Porque la monotonía amenazó desde siempre la estabilidad de nuestra pareja. Que el amor se desmorone es cuestión de tiempo, decía mi madre. Un amigo que tenía ideas un tanto más sofisticadas repetía que los matrimonios eran como barcos destinados al naufragio. Intentaba no escucharlos. No soportaba imaginarnos sobre el sofá, en calcetines, viendo noticieros sin intercambiar palabras. Por eso, me las ingeniaba para recrear recetas como las que ofrecen los restaurantes vegetarianos. Con los tomates hacía mi versión casera de la carne o hasta de la leche. Me había vuelto hábil disfrazando el sabor ácido de esos vegetales y logrando darles texturas que la naturaleza les negó. Eso lo hacía feliz. Su felicidad era en mi adentro un sentimiento un tanto viscoso y cálido, a estas alturas, me atrevería a decir que la felicidad era como un caldo que hervía y se derramaba por completo llenando todas mis cavidades.

Con el tiempo, mis esfuerzos culinarios se tornaron más extremos. Un par de experimentos se salieron de control y los tomates que preparaba con tanta devoción empezaron a acumularse por toda la casa. Pasó lo mismo con los zapatos que por acuerdo mutuo dejábamos en la entrada y que luego veíamos rodando por la cocina, debajo de la cama y hasta en el interior de nuestro baño. Nuestra relación empezaba a tambalearse y esos pequeños rituales eran la promesa de que, a pesar de nuestras diferencias, podíamos seguir imaginando un futuro juntos, un futuro en el que yo me entregaba sin vacilaciones a sus deseos rojos.

 Los tomates se acumulaban sobre el mesón de la cocina y con el tiempo, hasta en el bulto de la ropa sucia que crecía en una silla frente a la cama. Como ocurre con cualquier sustancia orgánica en una ciudad calurosa y húmeda como esta, los tomates se descomponían dejando manchas espesas sobre las superficies y un olor agrio que infectaba el aire. Emanaban vida. De algunas de estas masas rojizas brotaron  plántulas escuálidas o se convirtieron en el nido nutritivo de familias de gusanillos blancos y, las más afortunadas, fueron colonizadas por microorganismos de colores escandalosos. 

En medio de esta efervescencia, el cuerpo del hombre que había amado mi habilidad con los cuchillos y los vegetales sanguinolentos, permanecía estático. Yo seguía haciendo malabares para mantenerlo conmigo, le introducía una papilla separando con cuidado sus mandíbulas, empujaba su quijada hacia atrás y le practicaba un masaje descendente para que los tomates se deslicen por su esófago y ardan en el fuego de sus entrañas.

Aún ahora y porque no soy capaz de romper la promesa de amarnos en los días de lluvia o cuando el sol resplandece incendiándonos los ojos, continúo esmerándome en preparar extractos frescos por las mañanas para hacer que sus mejillas conserven ese color de nuestros mejores  años. No me importa embarrarme un poco las manos. Ya no tengo vergüenza.




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Ana María Crespo (Guayaquil, 1990)

Guayaquileña de sangre andina. Licenciada en Literatura por la Universidad de las Artes. En 2022, obtuvo una beca para estudiar la maestría en Literatura de la Universidad Andina Simón Bolívar. Fue miembro del Consejo Editorial de la UArtes e investigadora en el Observatorio de Políticas y Economía de la Cultura.

Dirige la librería El Gato Gordo en Guayaquil.

Le interesan la literatura fantástica, lo gótico tropical y sumergirse en piscinas profundas. Van a ser unos años muy líquidos es su ópera prima.