-Crónica de una traición-
La calle 45 conserva los viejos adoquines que trajeron la modernidad a la ciudad. La primera vez que la vi fue dentro de la tienda de muñecas.
Pálida, tanto que sus venas parecían finísimos alambres telefónicos que se transparentaban a través de su piel. Estaba parada junto a la mujer de traje verde; la inmovilidad de sus ojos mostraba que se fijaba en ella. Las dos se miraban; una con el hambre ancestral de los de su raza, la otra con curiosidad.
Contemplándolas me pareció que el tiempo se les había detenido, como si sólo ellas habitaran esa extraña tienda que tenía las paredes cubiertas de muñecas de todos los tamaños y lugares del mundo. Algunas no tenían brazos o piernas, otras estaban ciegas, pero la mayoría vestía los minúsculos trajes que eran unas joyas de trabajo artesanal. Quienquiera que hubiera sido el artífice de todo ese vestuario sabía que sus piezas eran únicas. El atractivo de las muñecas está en el cabello y en los ojos: pestañas rizadas y largas mechas de colores irreales con un volumen impresionante, seguramente creado con piezas de cabello vivo.
Todo formaba parte del escenario de ese mundo en miniatura dentro de la tienda de muñecas, que reproducía el horror de los juguetes que adornan las estanterías de mi memoria infantil.
La estampa también trae a otro personaje: el hombre regordete de bigote, que trataba de escoger entre la muñeca de porcelana oscura y la de cabello rojizo, que levantó una ceja con asombro.
La pequeña parecía una estatua de mármol, sus ojos –violentos y azules- revelaban la vida que su cuerpo ocultaba. La mirada se cernía sobre la mujer que no podía escapar de ese estado hipnótico en donde no hay pensamiento y que dura segundos. Yo sabía lo que sucedería: Claudia, deseaba a la mujer.
La luna estaba completa esa noche y tenía que ser muy rápida; no podemos volar en esas condiciones, y poco a poco se acercaba la hora del alba. Los rayos del sol pueden destruirnos y los otros no podrían recoger nuestras cenizas para restaurarnos.
Tomadas de la mano, salieron de la tienda y esperaron el carruaje negro que yo usaba en ocasiones muy especiales. No podía soportar la visión; ya no era mi mano a la que ella se aferraba sino a la de esa bella mujer que además estaba viva.
El resto pude imaginarlo; había sucedido con ella lo que nunca ocurrió conmigo. Claudia besó su hombro y ella su boca; la mujer la desvistió como habría hecho con su propia hija, como lo hacía a diario con las muñecas de la tienda. Pero Claudia no era su hija.
Su boca recorrió el cuerpo de esa otra mujer incansablemente. Se ahogó en la espesura del cabello castaño de la mujer, que cuando se volteó no pudo defenderse de la mordida feroz. La sangre de los otros es nuestra vida.
Sobre la calle del Dragón, con la cabeza arrancada del cuerpo encontraron a la mujer. Tenía en su mano unas hebras del cabello de su verdugo, una criatura de nueve años que había desparecido al amanecer.
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Lectora, madre de Horacio Facundo y de Mankell Arenas. Fanática de la Mujer Maravilla. Habitante del Estero.

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