–Pásame la sal– dices.
Durante unos segundos, te contemplo desde mi asiento. Me has dado una orden, madre, pero ahora, como nunca, decido contemplarte. Intentar, desde este gesto inactivo, decirte algo, darte un mensaje. Y pasado el tiempo de ejecución, es decir, ese tiempo minúsculo que siempre esperas para que se cumpla lo que dices como ley divina, me miras. Nuestras miradas se cruzan y tú, tocándote las sienes, haciendo ese gesto tan tuyo cuando te enojas, intentas contenerte y me dices nuevamente:
–Que me pases la sal, Graciela.
En realidad, no sé cómo empezar. Podría comenzar recordando los tiempos lejanos de la infancia, cuando a pura fuerza, querías que me convirtiera en una bailarina flamenca. Pero no, he comenzado con el almuerzo de hoy, madre, pues creo que una forma de entenderte, o más bien, de entender la manera en la que se da nuestra relación, es a través del almuerzo. Siempre es igual: me llamas a comer, y sentadas sobre la mesa, sobre la comida que tú misma has preparado, pruebas la sopa. No tarda en dibujarse en tu rostro una expresión de desagrado. A esto le falta sal, me dices, cara de piedra, a modo de reprimenda. Entonces me dan unas ganas tremendas de dar un golpe sobre el mantel, porque siempre es lo mismo, madre, y responderte que quien ha cocinado has sido tú, no yo, pero no lo hago por una sencilla razón: no tengo nada aparte de ti. He dedicado mi vida a cuidarte, he renunciado a tener una vida por vivir la tuya, y eres la única familia que me queda. Mejor dicho, eres la única familia que tengo, porque siempre fuiste esquiva a las relaciones familiares, a las relaciones sociales, y he perdido todo contacto con el mundo exterior. No me queda otro camino que obedecerte, y una vez que te paso el salero y lo agitas furiosamente hasta formar pequeñas montañas de sal que se hunden en la sopa, vuelves la mirada hacia mi y me dices:
-Ahora te toca a ti.
Yo te recibo el salero y ya sé lo que tengo que hacer. La experiencia, madre, me ha dado el entendimiento suficiente para saber en ese momento qué es lo que quieres de mí. Como un flash que viene a mi memoria, recuerdo cuando de niña solía desobedecerte. Ponía un poco de sal, apenas lo justo para darle sabor a la sopa, y cuando todo parecía listo y estaba por darle el primer bocado, tu mano brusca me tocaba la mejilla como un puñal, y virabas mi cara con una cachetada. Lloraba, y eso no te importó nunca, porque mientras mi sopa se llenaba de lágrimas, vertías con rabia la sal hasta convertirla en un líquido pesado, incomible. Y aún así me la hacías tomar, madre, y la dicha no sabía por donde salirte, porque me mirabas con una sonrisa que parecía quebrarte la cara. Por eso ahora tomo la sal, y sin decir una palabra, vacío el frasco sobre la sopa. Tomo un bocado, y no digo nada. Te devuelvo una mirada cómplice y sonrío, como te gusta.
Pero esto terminará en unas horas, y terminará de la manera en la que menos te lo esperas, porque quien dará fin a esto serás tú misma, madre, con tu propia mano, y para eso he diseñado un plan.
Hoy, como todos los martes, he tomado el dinero de la compra del aparador. Camino al supermercado, en busca del avituallamiento semanal, me he sorprendido silbando una musiquilla. Al comienzo no supe cómo identificarla. Me he descubierto a mí misma, a mitad de la carretera, con las manos sobre el volante y la vista puesta en el parabrisas, entonando con los labios una melodía desconocida. Por un momento me detuve a pensar si el silbido era una señal. ¿Una señal de mal agüero acaso? ¿O una señal de esas que los paranoicos reconocen como un presagio del fin de los tiempos? Pasado el asombro inicial, aún con el miedo de que alguna parte de mi plan fuera a salir mal, me infundí valor. Tranquilízate, Graciela, me dije, has esperado mucho tiempo para esto. No la cagues. Y no sabes cómo me ayudaron esas palabras, porque seguí silbando todavía más fuerte, mientras una sensación bienhechora de pronto me recorría todo el cuerpo.
En el supermercado he hecho la compra habitual, con una excepción: no he comprado sal. Así es, madre, he faltado a tu voluntad. La sal, ese elixir que te da vida, por un día te será vetado. Pero no te engañes, madre, porque tú no lo sabrás. A la hora del almuerzo, el salero estará lleno, como siempre. Y tú no serás capaz de advertirlo, porque para eso yo ya me habré ido. Sí, yo me iré por la mañana, madre, cuando todo esté en silencio y nadie sea capaz de advertirlo. Saldré con mi equipaje listo por la puerta de entrada, a hurtadillas. Tomaré el primer carro hacia la terminal, y allí, cuando la ciudad aún esté apagada, me iré lejos, muy lejos, a un lugar donde nunca serán capaces de encontrarme.
Por la mañana, cuando la luz del día se haya puesto sobre el cielo y el sonido del camión del gas te despierte, tu irás a mi cuarto y no encontrarás nada. Ni una carta de despedida, ni un adiós mamá te quiero mucho. Nada nadita nada. Y en ese momento, lejos de echarte a llorar sobre mi cama y decir algo como: Graciela, gracia de Dios, ¿por qué me has abandonado? te pondrás furiosa. Tomarás tu cabeza con las manos, simulando arrancarte el cabello de las iras, y procurarás seguir tu vida como si nada hubiera pasado, porque llegarás a la conclusión de que el olvido, mi olvido, será la mejor de tus afrentas. Pero no podrás evitar disimular tu enojo, y seguirás el día con el ánimo acelerado. Llegará la hora del almuerzo, y como no tendrás a quien atormentar, tomarás el salero con fastidio. Vaciarás todo el contenido sobre la sopa, tomarás un bocado, y no te darás cuenta, hasta que se te cierre la garganta y no puedas respirar, que lo que había en el frasco no era sal, sino pimienta.
Así, sin nadie que pueda socorrerte, terminarás de ahogarte sobre la mesa, porque eres alérgica a la pimienta, y habrá un punto en que tu cuerpo no pueda más. Entonces tu cabeza vencida caerá sobre la sopa y morirás, con la cabeza metida en ese líquido infame que me obligabas a tomar. Pasará mucho tiempo, meses, años, décadas quizás, y regresaré a la ciudad para reclamar mi herencia. En apariencia seré otra mujer, pero en el fondo seré la misma estúpida que hoy planea su venganza. Iré al cementerio a buscarte, y cuando encuentre tu lápida sucia, descuidada por el olvido, bailaré sobre tu tumba, dando zapatazos como la bailarina flamenca que quieras que fuera cuando niña, antes de que robaras mi vida.
Pero eso ocurrirá en unas horas, como ya he dicho. Y escribiendo estas líneas para ti, que nunca llegarás a leerme, se me ha hecho tarde. Debo acostarme pronto, me digo, porque mañana será otro día, y hay que vivirlo con alegría.
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Columnista y crítico literario. Sus artículos han sido publicados en medios como El Universo, el blog de ILIA (Instituto Latinoamericano de Investigación en Artes) y Tangente. Fue columnista en La Hora durante más de un año. Ha participado como invitado y ponente en varios de los eventos culturales más importantes del país, como la Feria Internacional del Libro de Quito en dos ocasiones.

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