Desde que era un niño en Manabí, entendí que ahí, y en todo el Ecuador, las personas nos movemos impulsadas por el miedo. Reconocemos, consciente o inconscientemente, a la violencia como parte de nuestra cotidianidad. Cada vez que pensamos en doblar una esquina, en cruzar algún puente o en esperar algún bus, pensamos en los caminos alternos y evaluamos un sinfín de posibilidades. Y, sin embargo, en ocasiones nos encontramos extrañando al miedo. Esa forma omnipresente, difusa, que nos transmite una sensación de angustia casi infinita. Si día a día nos encontramos con las imágenes de mujeres asesinadas, cuerpos mutilados, decapitados, niños desaparecidos y balaceras cinematográficas, ¿no debería volverse menos aterrador? Al reconocerlo, al poder identificar su origen, o sus posibles soluciones podríamos pensar que se vuelve manejable, comprensible. Pero lo cierto es que, lejos de disiparse, este lo comienza a impregnar todo.
El miedo en la actualidad forma parte de la cotidianidad de nuestras vidas, ha sido, desde siempre una parte importante de nuestra identidad cultural y de los imaginarios sociales que muchos hemos heredado de nuestros abuelos y que ellos heredaron de los suyos. Almas en pena, duendes, jinetes sin cabeza, mujeres que buscan venganza, personas poseídas, el diablo que busca flores a la media noche, pájaros que auguran la muerte y gallinas con plumas negras que son la encarnación del mismo demonio alimentan la literatura oral del país. Tal como lo indica Angela Arboleda, se trata “no solamente de manifestaciones materiales sino también las expresiones de vida y las tradiciones/narraciones que innumerables grupos y comunidades en todo el mundo han heredado de sus antepasados y transmiten a sus descendientes, en la mayoría de los casos por vía oral”1.
Las historias contadas y transmitidas de manera oral sirven para mantener el “orden de lo social”. En muchas narraciones se incluyen transgresiones de la norma para generar conflicto y lecciones morales a partir del castigo. En este contexto, el miedo tiene un sentido utilitario, es un mecanismo de control que nace de la ruptura del orden de lo civilizado y que se dirige hacia la maldad, o, en otras palabras: hacia lo bárbaro. Así, estas historias convierten al miedo en un problema que nace y debe resolverse desde la moral: quien desafía las reglas se enfrenta a la condena y la sanción.
En el trasfondo de estas historias se encuentran temas con vigencia actual como el feminicidio, el consumo de drogas, el secuestro, las desapariciones forzadas de niños e incluso la decapitación de cuerpos. Estas son situaciones que identificamos de manera clara en la ola de violencia que vive el Ecuador. Las historias que vemos en noticias, o que conocemos de primera mano, parecen responder a una lógica donde la eliminación del otro se vuelve un mecanismo para imponer poder.
Mi abuela, Clara Luz, solía sentarnos alrededor de ella mientras tejía sombreros de paja. Ahí, en la oscuridad de la noche, nos contaba tantas historias que nos hacía volar la imaginación. Mientras hablaba, se quejaba del dolor de espalda y nos recordaba constantemente que a los niños que se portaban mal se los llevaba el diablo, ese que a veces era caballo, otras veces gallina, o en otras, un niño caracol. Así, tuve miedo por primera vez, miedo a desaparecer, a que me llevara el diablo o el duende, eso dependía del día.
El 08 de diciembre de 2024 en Guayaquil se reportaron cuatro niños afroecuatorianos desaparecidos tras ser detenidos por el ejército en una zona popular de la ciudad. El 24 de diciembre, los cuerpos de los cuatro niños son encontrados incinerados y con signos de tortura. Así, en los medios de comunicación y a través de redes sociales se difunde una versión en la que estos niños, cuyas edades van entre los 11 y 15 años, eran delincuentes. Sin embargo, esto último no pudo ser demostrado. Resultó muy sencillo para un porcentaje del país, cuyas experiencias de vida corresponden a la lógica blanco-mestiza y urbana, criminalizar a estos jóvenes. Se convirtieron en los enemigos del pueblo porque representaban esa lejanía al entorno en que habitan o aspiran vivir: negros y pobres.
Esto ocurre “cuando no somos capaces de señalar la norma infringida o saltada al producirse el acto para el que tratamos de hallar un nombre apropiado”2. Así, se utilizaron todos los medios posibles para construir una campaña de desprestigio alrededor del caso. Este hecho, además reveló el estado de miedo en el que viven las comunidades afroecuatorianas y cómo opera el Estado, evidenciando la falta de seguridad y las estrategias fallidas por parte de los aparatos estatales y como el poder armado reorganiza las lógicas del miedo.
Para la sociedad civil ecuatoriana, los autodenominados “gente de bien”, los niños representaban lo que te puede pasar si caminas a altas horas de la noche, si eres negro, si tus padres trabajan y te dejan salir solo, o si estás robando. “Se los llevó el diablo”, como solía decir mi abuela. Se configuró un mensaje cuyo objetivo era definir lo que es correcto y lo que no, y cómo eso se traduce en un miedo palpable hacia las clases populares ecuatorianas. A partir de esto, las historias sobre aquella noche cumplieron una función social: la de advertencia. Sin embargo, este proceso de criminalización póstuma refuerza la narrativa de que ciertas vidas ante el poder son menos valiosas que otras.
En un principio, al igual que las historias que contaban nuestras abuelas, las violencias habitan en ciertos espacios: la noche, el monte, la periferia, la tiniebla, los espacios olvidados por el Estado. Sin embargo, lo que antes se asociaba exclusivamente a lo clandestino, ahora irrumpe durante la luz del día.
En un Ecuador que carece de políticas públicas que favorezcan la educación, la salud o la vida digna, nos encontramos ante la eliminación de “los ingredientes elementales de la vida organizada y civilizada-comida, vivienda, agua potable y un mínimo de seguridad personal”3 y, si es así, de acuerdo a lo que nos indica Bauman “en cuestión de horas, estaremos de regreso al estado de naturaleza hobbesiano, a una guerra de todos contra todos”4. El terror se instala como práctica institucionalizada y cotidiana, evidenciando la fragilidad de la civilización y la facilidad con la que los sistemas sociales y las normas que consideramos sólidas pueden colapsar ante situaciones extremas. Mientras los crímenes se vuelven más frecuentes a la luz del día, la presencia militar opera desde las sombras, amparada por la legitimidad que le otorgan los poderes estatales, y es interpretada por algunos sectores como una garantía de seguridad. Esta paradoja revela cómo la violencia, lejos de disolverse, se perpetúa bajo la apariencia de protección, normalizando la militarización mientras ignora las violencias estructurales que la generan, consolidando un orden basado en el miedo.
De mi abuela también aprendí que a las mujeres el castigo siempre les llegaba con la muerte, que ser una adolescente hermosa puede traerte consecuencias tremendas, y que los hombres, por su parte, siempre eran los perseguidos. Las mujeres que penaban no los dejaban en paz. Y cuando les iba mal, siempre era por borrachos o por mujeriegos.
Por ejemplo, podemos encontrar variaciones infinitas de historias de las llamadas viudas. Cuenta la leyenda que una madre es abandonada por un marido negligente, quedando sola junto a sus hijos. Ella ahora debe trabajar para darles de comer, por lo que los niños se quedan solos en casa. En un acto de desesperación, la madre decide asesinar a sus propios hijos ahogándolos en un río cercano. Como parte del acto final, esta viuda termina ahorcándose o dejándose llevar por la corriente del río, sumergida en el dolor del luto y el abandono. Después de su muerte, regresaría cada vez que tuviera la oportunidad; ya sea en una lancha iluminada por una vela, ya sea porque alguien se acerque al árbol donde se ahorcó; o porque algún niño se encuentre solo en casa.
En historias como estas, repartidas de generación en generación, podemos ver cómo se articulan los mensajes de advertencia, en esta se enmarca claramente el castigo femenino por incumplir con las normas de lo establecido. Sin embargo, el miedo, aquel que encontraba tan presente en la ruralidad, ha cambiado ante las transformaciones urbanas, un proceso que puede entenderse como parte de los ciclos de modernización y crecimiento de las ciudades en los últimos años en Ecuador. Es decir, mi ruralidad, aquella que viví de niño, ya no es la misma, porque la ciudad ha llegado a esos espacios. El miedo ya no proviene de lo mítico o de la oscuridad del monte, sino de problemáticas más propias de la urbanidad: la violencia, el crimen, la desigualdad, el colapso de servicios públicos o la pérdida de identidad y comunidad.
Así, el miedo se convierte en una constante, pero sus manifestaciones evolucionan con nuestras experiencias de vida. Antes, los miedos se expresaban a través de lo sobrenatural; hoy, se encarnan en la violencia real, en cuerpos mutilado, en las lloronas y viudas que buscan a sus desaparecidos a gritos, las que son víctimas de violencia y abandono, las víctimas de feminicidio. Sin embargo, en estos casos, el miedo cumple una función social y se construye a través de ellos: da sentido a la incertidumbre, ordena la percepción de la realidad y se nos transmite como un conocimiento que necesitamos para la supervivencia. Por lo tanto, es posible encontrar similitudes entre los modos de hacer oralidad y las historias de violencias urbanas, ya que el miedo no se define por peligros concretos, sino por una sensación de vulnerabilidad constante, alimentada por fenómenos como la globalización, la tecnología y los cambios sociales.
- Angela Arboleda, Esa mujer es la muerte (Guayaquil: UArtes Ediciones, 2024), 10. ↩︎
- Zygmunt Bauman, Miedo líquido La sociedad contemporánea y sus temores (Barcelona: Paidós, 2007), 75. ↩︎
- Bauman, Miedo líquido La sociedad contemporánea y sus temores, 28. ↩︎
- Bauman, Miedo líquido La sociedad contemporánea y sus temores, 28. ↩︎
Bibliografía:
Arboleda, Angela. Esa mujer es la muerte. Guayaquil: UArtes Ediciones, 2024.
Riaño Alcalá, Pilar. «Las rutas narrativas de los miedos: Sujetos, cuerpos y memorias». En El miedo Reflexiones sobre su dimensión social y cultural. Edición de marta Inés Villa Martínez, 85 – 105. Medellín: Corporación Región, 2002.
Bauman, Zygmunt. Miedo líquido: La sociedad contemporánea y sus temores. Barcelona: Paidós, 2007.
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Fotógrafo y escritor montubio, nacido en Portoviejo, Manabí. Graduado en Licenciatura por la Universidad de las Artes, resido en Guayaquil desde hace ocho años. Me dedico a la fotografía desde hace cinco años, aunque mi amor por las letras me acompaña desde siempre. En mi proceso de creación me he propuesto llevar la imagen y la palabra a mi realidad, una realidad que se nutre de la memoria, el territorio y la sensibilidad que habita los cuerpos, especialmente desde una mirada que reivindica lo montubio y lo marica como formas de existencia y resistencia.

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