Y SI NO ES MIEDO, ¿CÓMO SE LLAMA ENTONCES?, POR LENIN LUIS PONCE

uno

Nuestra historia familiar cuenta que, la única vez que mi madre tuvo una muñeca, esta la acompañó durante solo una noche y desapareció por la madrugada. Era su séptima navidad y por primera vez recibía el juguete que había soñado durante años.

Una posesión propia, de nadie más, que no compartir con sus dos hermanos.

Se trataba de una muñeca gateadora de felpa, con una cabeza prominente de plástico y pintura gastada que pretendía asimilar la sonrisa de un niño recién nacido. La muñeca no emitía sonido alguno, pero se intuía en el ruido metálico de su engranaje interno una suerte de reír contenido. Por eso mis tíos, apenas mayores a ella, querían abrir la muñeca para ver qué es lo que provocaba el murmullo.

Agarrado el destornillador, trataron de arrebatársela de las manos para constatar.

No quería dormir por la emoción de haber obtenido el juguete: pensaba nombres para ella. Cómo llamar a una nueva amiga que llega de visita y, con la mansedumbre de un ornamento, espera a jugar sobre tus piernas en silencio.

No le dio tiempo ni de ponerle nombre.

(No le dio tiempo de ponerle nombre. Y una muñeca sin nombre no es de nadie.)

Mi abuela los envió a dormir. Y aunque los tres dormían en la misma habitación, todos dormían en el mismo lugar, mi madre se acostó con la muñeca de cara a la pared, para que nadie osara agarrarla en medio de la noche.

Rodearla con los brazos como un refugio, sitiarla de buena fe. Para que nadie la mirara, fascinado por el juguete nuevo, y quisiera robárselo a la niña, que con paciencia y buenas maneras había esperado tanto por ese regalo.

Pudo haberse dado el crimen: pudieron mis tíos agarrarla a mitad de la noche y ultrajarla por la curiosidad y el atrevimiento. Que durante el crimen de su torso de polímeros brotase el mecanismo que la acercaba, no lo suficiente, a la figura de un bebé caminante. Que ellos hubieran esperado vísceras, sangre y corazón. Que ellos, decepcionados, la hubieran enterrado en algún lado por no cumplir sus expectativas.

 O tal vez, decidida a huir de su niña, la muñeca pudo haber estirado sus brazos, sus piernas y haber huido en línea recta, en dirección de lo inesperado. ¿Adónde más?

Ahora bien, pese a que la muñeca desapareció, seguimos pensando en ella. Le guardamos respeto, un espacio en la mesa, en las reuniones familiares.

dos

Yo era un niño valiente hasta que cumplí seis años. Después, solo fui un niño más.

Caminé por el pasillo de la casa de mi tía Rosalinda, tentado por la mano de uno de ellos, de los primos, que me llamaba desde el otro lado. A media tarde empezaban los juegos, cuando los padres, los tíos y demás adultos, emprendían por fin el sueño al acabar la borrachera de días. Fui. No me eché atrás porque era un niño valiente.

He ahí, entonces, cuando descubrí que, al igual que la quietud, la sospecha precede al miedo porque lo intuye, lo infiere, y lo reconoce mucho antes de que aparezca. El miedo, a veces, se presagia para evitarlo. Otras, simplemente se persigue con anhelo.

(Yo que sé dónde está el hoyo —la trampa preparada para los bobos—, he decidido caminar sobre la tierra a tientas, en el terreno de mi prójimo, hasta caer en él para conocer su fondo.)

Me esperaban los cuatro primos, incluido el que me llamó, detrás de la puerta. Habían cerrado las cortinas para evitar que la luz, o al menos lo poco que llegaba a la habitación, me informara apenas de lo que estaba a punto de ocurrir.

A partir de aquí me tomaré las licencias correspondientes. A favor del espíritu descriptivo, invalidaré la certeza del ensayo, la verosimilitud de lo visto, con aquello que creo que pudo haber ocurrido. La exageración como la cura precisa ante lo indeterminado.

Me agarraron de los brazos, de la cabeza —por ser diminutos, no pudieron asir mis párpados— y me mostraron un video:

(una muñeca que se mueve no es una muñeca, es una historia)

Y yo, que no tenía miedo, lo tuve.

tres

(…) mi miedo viviente, / que todo lo que tengo, todo lo que espero, / todo lo que significo y en lo que creo, / porque si no tuviera miedo / ahora mismo vestiría mis mejores galas, / prepararía un festín en todas las mesas, / envolvería mi cabeza en sábanas / y, sonriendo, / me volaría los sesos. / Pero tengo miedo.1

—Bohumil Hrabal

Años más tarde encontramos en una juguetería una muñeca en liquidación. La navidad había terminado y la mercadería restante, lo que los niños no querían, perturbaba las estanterías y exigía ser vendido a la mitad de su precio festivo.

Mi madre recordó a la gateadora, a la fugitiva, y quiso llevar a casa una nueva. Buscó entre las filas a la que más se le parecía a ella. Una que, al contrario de la anterior, supiera ser compañera, una hermana silenciosa quizá.

Y aunque no encontró una medianamente parecida, se consoló con una que mantenía, al menos, el mismo color de cabello.

***

Existe en las películas un vínculo, sobre todo emocional, implícito entre muñecos y sus portadores. En un campo dominado por la franquicia de Chucky, cuyo objetivo consiste en dominar el cuerpo del niño protagonista, también se encuentran narrativas en las que el juguete conecta con el infante y procura —desde la violencia ejercida contra cualquiera que se atreva a acercarse— ser su guardián. La vitalidad de uno incentiva al otro, lo corrompe.

Por eso, no la quería en casa.

¿La muñeca de mi madre me atacaría si me portaba mal?

cuatro

Amy Michael Homes escribió «A Real Doll» (en The Safety Of Objetcs), un relato sobre un muchacho que conversa con la muñeca Barbie de su hermana mientras ella no está.

Barbie es la primera en romper el silencio; tras observarlo, saluda.

Hola.

Él le responde de vuelta, iniciando así un amorío despiadado.

A medida que interactúan, y bajo la mirada de odio del muñeco Ken, la relación entre ellos pasa a ser cada vez más íntima, sexual. El muchacho, consciente de que ella es una muñeca, actúa con desconsideración: piensa en violentarla, muerde su cuello, le suministra Valium sin que se dé cuenta.

Al descubrir que la parte blanda de los pies de Barbie ha cedido ante los dientes de su dueña, él piensa: «Me gustaba el hecho de que entendiera que todos tenemos costumbres secretas que a nosotros nos parecen normales pero que nos guardamos muy mucho de confesar en voz alta. ¿Y a mí? ¿Hasta dónde me dejaría llegar?».2

En el fondo del relato, en la segunda línea narrativa, se apunta a los comportamientos que mantienen sus padres, su hermana y él dentro del hermético entorno familiar. Las manías de su padre con respecto a cambiar de zapatos según las circunstancias adversas, la manera en la que su hermana destruye los pies de Barbie a mordidas, los silencios que ocupan para ocultarse entre sí, nos remiten a la perversidad cotidiana y mínima de los actos que cometemos en privacidad.

En la muñeca, en sus comportamientos y contradicciones, puede encontrarse el germen del protagonista, de su familia.

Yo nunca hubiera hablado con la muñeca de mi madre porque un presentimiento me aseguraba que ella podría responderme de vuelta.

Una ventaja llevaba sobre mí: ella sabía mi nombre.

cinco

Las únicas muñecas a las que no temía pertenecían a mi amigo Víctor. Eran de su hermana Paula, quien, cuando cumplió quince años y se interesó por todo lo relacionado al mundo emo, decidió regalárselas a él para que pudiera incluirlas en sus juegos.

Si bien es cierto que no quería mostrarle a mi amigo mi fobia, gran parte de mi tranquilidad se debía a que las muñecas, tanto las Barbies como los Ken, habían sido amansados por su anterior dueña durante años.

En sus cubiertas, rayadas con marcador permanente de colores, se notaba que en cuestión de juego eran veteranos. Muchos de ellos, por no decir todos los juguetes, carecían de una o más extremidades; les habían arrancado el cabello o habían dibujado en sus rostros cabello facial o lentes para ocultar la pintura de sus ojos.

Mi compasión por las muñecas superaba el miedo que podían causarme. Años más tarde, quien las encontrara entre residuos y otros juguetes, se daría cuenta de que en esas muñecas había una historia doméstica, no por ello menos universal.

…Durante los juegos evitaba tocarlas.

seis

Felisberto Hernández, en Las Hortesias, escribió:

«Cuando llegaba a la tarima tomaba un poco de vino, y en seguida reanudaba el paseo reflexionando: Si hay espíritus que frecuentan las casas vacías, ¿por qué no pueden frecuentar los cuerpos de las muñecas?».3

Durante las primeras noches de la muñeca, sentía en la habitación de mis padres que su presencia había reemplazado a la mirada de ambos. Sentada en el borde de la cómoda, frente a la puerta, me observaba y me seguía los pasos mientras me aprovechaba de la ausencia de los adultos. Revisaba los cajones y encontraba dinero, joyas o una película VHS pornográfica de Nacho Vidal a la que confundía entonces, quién sabe por qué, con un documental sobre la banda Mecano.

Influenciado por las circunstancias, una noche soñé que me levantaba de un sofá y me dirigía al pasillo en el que se conectaban las habitaciones del departamento. Allí, recostada en la pared, la muñeca me miraba vestida con un traje de comunión. Su brazo extendido parecía saludarme a mí, que estaba mirándola con precaución.

Por su sonrisa, por su forma de erguirse en mi camino, entendía que no planeaba reconciliarse conmigo. Al menos no pronto.

Desperté con un mal sabor de boca porque sabía que la muñeca que estaba en la habitación no era la misma del sueño. Se me ocurrió, como se le ocurre a uno apenas despierta, que había sido enviada por la de mi madre para perturbarme dormido, allá donde ella no llegaba ni pertenecía. Fuera de ahí, en la escuela o en mi familia, nadie lo creería: estaba sitiado por una muñeca.

El mal, no lo dice la biblia pero sí los ambientalistas, proviene del plástico.

seis

Mi padre le regaló un Ciccio Bello a mi madre años después de divorciarse, en un intento de halagarla y reconquistar lo que quedada ileso en su relación, en su batalla perdida. Cuando eran pareja, casi veinticinco años antes, ella le comentó que de niña siempre había deseado tener un muñeco bebé. Para compensar las carencias consiguió uno y, como sentencia, no le dio la factura para que no tuviera cómo devolverlo.

fin

Una noche, antes de irme de su casa, le pregunté a mi abuela por la gateadora. Desde el portón de la casa, sin prestarle importancia a la pregunta, resolvió el enigma como quien prende una hoguera en una habitación sin ventanas.

(Nos ahogaríamos si acercábamos las narices al fuego, por eso ardía mínimamente para que tan solo miráramos complacidos su misterio y no quisiéramos meter la mano. Pero metimos la mano, por eso la quemadura, por eso los dedos.)

Tan solo era prestada.

Anoche volví a soñar con la muñeca. Me dijo que no fue personal lo que pasó entre nosotros, y no me quedó otra que confiar en su palabra. Es bien sabido que, pasada cierta edad, las muñecas, las arañas y los payasos dejan de mentir porque ya la mayoría hemos perdido el miedo. Me preguntó cómo iba, hablamos sobre mi madre. Sobre sus reemplazos.

Cuando nos quedamos sin palabras, se robó un par y sentenció sobria:

He dejado la puerta entreabierta

Soy un animal que no se resigna a morir.

—Blanca Varela


  1.  Bohumil Hrabal, Asesinatos rituales, (Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2024), p. 48. ↩︎

  2. Fragmento de «Una muñeca de carne y hueso», A.M. Homes, extraído de Barcelona Review. Traducción de Mercè López Arnabat. https://www.barcelonareview.com/cas/eng4t4.htm  ↩︎

  3. Felisberto Hernández, Las Hortensias. Edición de dominio público. ↩︎



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Lenin Luis Ponce (Guayaquil, 2001)

Licenciado en Literatura por la Universidad de las Artes, con enfoque en edición y escritura creativa. Es parte de proyectos de investigación que giran en torno a las producciones literarias nacionales. Miembro del departamento de crítica en el Blog-FILIA, del Instituto Latinoamericano de Investigación en Artes, donde escribe y edita. Ocasionalmente colabora como editor adjunto y asistente editorial en Ediciones UArtes.

Cuenta con poemas publicados en distintos medios digitales, como Revista Anapoyesis (México), Antología Salavarrieta del Centro Cultural Pandora Ediciones (Colombia), o el Paquete de Editorial Naranja Cuadrada (Guayaquil). Fue mención honorífica en el Concurso Nacional de Poesía Lanfor Abierta.